sábado, 3 de enero de 2015

El mejor cine de 2014 (I): Serenidad ante la nostalgia, consciencia de presente.

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Fernando Villaverde, director de Opulenta Adulación (2014)

Una pantalla negra, poco a poco, letra a letra se va completando el enigma, no dice más que / no dice menos que: Jean Paul Belmondo y Anna Karina en Pierrot le Fou una película de Jean-Luc Godard. Unas palabras sobre Velázquez, unas mujeres jugando al tenis, un anochecer, un eco, crepuscular. La obra avanza, tomamos conciencia de cómo se impregna en cada fotograma la nostalgia cinéfila del autor. Si bien Godard siempre había recurrido a un pasado cinematográfico para ayudarse a articular sus películas, es en Pierrot le Fou donde se erige como motor de la obra. La ausencia de guión, que se convertirá en leitmotiv de la filmografía del director, obligó a que el film se construyera sobre los recuerdos cinéfilos de Godard, que comprenderá la imposibilidad de filmar aquello que le “provocó el deseo de hacerlo” (en sus propias palabras). Por ello no trata de seguir una línea continuista con los géneros y obras que resuenan bajo las formas de cada plano, a través de cada mirada de Anna Karina, sino que pinta una nueva capa sobre el lienzo fílmico. Las constantes citas sucumben ante un acto más profundo, la reminiscencia que tan bien señaló Alain Bergala. Los vestigios de un pasado al que no se puede regresar provocan una cierta melancolía que actuará sobre los personajes desde los subsuelos de la representación; siendo, sin embargo, una aporía que acaba suponiendo la resurrección del cine a partir de sus ruinas. Donde la consciencia de sus limitaciones obliga a la reescritura, pero dejando las huellas sobre las que se inscribe. 

Todo esto que tan claro se ve en Pierrot le Fou se puede rastrear sin dificultad en el panorama cinematográfico contemporáneo, y es que algunas de las apuestas más interesantes de este año de estrenos en España se insertan con comodidad en tal idea. No sería descabellado, por tanto, recuperar el concepto de metempsicosis para hablar del cine en la actualidad. Los recuerdos enterrados afloran como epifanías, que se hacen presentes de manera repentina y que golpean tanto a espectador como al propio cine-ente. O, ¿acaso American Hustle, que se presenta como una pirotécnica (nada más lejos de la realidad) cinta de engaños marcada por el estilo de Scorsese, no es finalmente un musical que lucha por salir a la superficie? En cierto punto del metraje, todo aquello prometido desaparece y, en un pausado juego de máscaras, el presente cae en desgracia y resurge ese pasado que jamás llegó a abandonar, pese a muerto, la(s) Historia(s) del cine, entendida(s) ya irremediablemente como algo orgánico. Y, de pronto, la película (y la(s) Historia(s)) toma forma de espiral, o de torbellino, que la dirige hacia las profundidades de su ser y hace que se reevalúe todo lo presenciado. Es entonces cuando el prólogo se erige como símbolo, donde el artificio se identifica con una nueva capa de pintura sobre el lienzo desde la cual emergen, renacen, figuras genéricas y estilísticas olvidadas. Y progresivamente, el film torna de una arrítmica copia de Scorsese a una delicada obra manierista donde lo que importa son los barroquismos de las vestimentas y los peinados y los números musicales, todo ello desde una perspectiva antropocéntrica, cassavetiana, indagando en la construcción del relato y de la verdad.

De algún modo u otro, American Hustle resuena emparentándose con tres títulos estadounidenses estrenados este año:
The Wolf of Wall Street, que a diferencia de la película de O. Russell se consume a sí misma al pensar que aquello que funcionó en un determinado momento puede ser repetido sin distanciamiento, encorsetándose en un auto-conformismo que únicamente será superado en digresivos momentos donde Jerry Lewis, las comedias de adolescentes y la televisión como destructora del relato reconfiguran el artefacto. No es una propuesta desdeñable, definida por un baile, de nuevo, una coreografía, un pasado que se filtra, frenesí; el problema es que acaban aprisionados en ese acomodamiento que se aprovecha de la nostalgia del espectador.
Mientras que Jersey Boys se articula como un atractivo contrapunto de American Hustle, un musical que ansía no serlo, una película meta-discursiva, una construcción dentro de una construcción; de esa manera, la representación se convierte en algo problemático cuando es ella misma el objeto a representar. El tiempo se detiene, la obra gravita sobre sí misma,  para terminar siendo subversiva y de inmemorial clasicismo, que es y no es. 
Para finalizar hallando en Gone Girl la autopsia de su discurso. En ella se disecciona la representación interrogándose sobre la verdad y el artificio en la pantalla. Se recupera a la femme fatale, organizadora del relato, aunque se chocará (nuevamente en la filmografía de Fincher) con la imposibilidad de narrar una historia; no queda otra que narrar historias o determinadas historias, carentes de una conclusión definitiva, la película no acaba en el final, puesto que no lo hay, la realidad (nuevamente) ha acabado erosionando el relato, lo ha descompuesto y no queda más que recomponerlo una vez finalizado: la espiral, de nuevo.
Ya no hay lugar a dudas, F for Fake es una de las obras capitales para entender la posmodernidad americana. Y Vertigo, siempre.

Mirada al pasado futuro o al futuro pasado


Unos fluorescentes en el techo de una especie de pasarela para viandantes, una mujer anda por ella, a cámara lenta, se gira y mira hacia nosotros, pero no directamente, mira detrás de nosotros y delante; mira, a la vez, a su pasado y a su futuro. El tiempo se detiene, se fractura el instante, que se encuentra más cerca que nunca de la eternidad. Podemos hallar en esa mirada el significado no sólo de todo Millennium Mambo, sino de esta deriva por la que se dirige el cine en la actualidad.

Una mirada que atenta al abismo, que se muestra como reflejo de aquello vivido y como proyección de lo que queda por vivir; a un lugar que no está fuera de cuadro porque es ajeno al cuadro. Hay así una tensión superior a la temporal, la que surge entre lo que existe y lo que no, o (para ser más precisos) lo visible y lo invisible; la cuarta pared ya no separa, al contrario, une a espectador y lienzo fílmico para mostrar lo que no se ve. Sin embargo, esto no puede encontrarse en la pantalla, puesto que no se ve, y, por tanto, no queda otra que proclamar que no se ve, como escribió Proust… ¿o era Monet?

¿No es, entonces, la ilusión el elemento más cinematográfico? Aquel que convierte lo inexistente en visible para acabar en paradoja al afirmar de esa manera que no se puede ver. La ilusión no da forma a lo invisible, se la da a la invisibilidad cuando advierte sobre la representación. Sobre esto parece reflexionar Woody Allen, cómo las ilusiones construyen la realidad, desde una perspectiva casi ensayística donde una imagen se convierte en un argumento, donde el Empire State reflejado en una ventana, se convierte en una oración catártica, donde un cuadro reflejado en un espejo, se convierte en un golpe en la mesa que enlaza con lo trascendental para acabar regresando a lo material. De Platón al materialismo, no hay nada más allá de lo tangible, el manierismo se ha vuelto profundamente existencialista.

El absurdo de la existencia se ha transmutado en el absurdo de la narración. Ya no hay grandes relatos, hay situaciones; no hay palabras, hay gestos. Y no ha habido película más digresiva este año que The Other Woman, como si de una asociación entre Lang y Brecht, como si de la adaptación de Two and a Half Men o de 2 Broke Girls  a la gran pantalla se tratara. Y es que no hay mejor definición para ella que hablar de un Brecht hortera del s. XXI. Nuevamente, una camisa o un pantalón cuentan más que cualquier épica, unos cartelones que convierten la ficción en realidad (en tanto en cuanto las vidas de los personajes prosiguen más allá de la diégesis) no serán más que la última irresponsabilidad de una película que es un cocktail (de los de Sex and the City) genérico y estilístico, que amanece apatowniana y anochece con el desenfreno de los Farrelly, pero que se siente comedia fordiana en su ligereza. Nace, sin lugar a dudas, de la tensión que existe entre mirar y ser mirado, que articula tanto narración (y gags) como su postura artística, no es más que un catalizador de la comedia norteamericana, no aspira a reinventarla, sin embargo, la renueva desde una posición privilegiada en la industria; quizás su mayor mérito sea ese, ser una película de estudio que rehúye de las estructuras básicas, sin frenesí. Una auténtica película pulp.

Mientras que estás dos películas no desean traspasar la superficie de la materia –puesto que plantean que no hay nada que buscar–, otros autores han continuado con su concepción trascendental del arte, capaz de dar sentido a lo sinsentido, de advertir sobre aquello que no se ve, que no mostrarlo. Cuando James Gray filma a Marion Cotillard confesándose, no lo hace como si de un encuentro o final se tratara, al contrario, se muestra como el punto de partida definitivo de una búsqueda que se ha ido gestando. Se puede entender como un intento de encontrar lo divino en lo terrenal, de hallar la luz en forma de Gracia en un mundo de tinieblas. El rostro humano se impone ante las sombras, caravaggiescas, y es ahí donde debemos buscar el sentido a The Immigrant y al cine del director, en sus texturas, en sus formas; en efecto, existe una búsqueda de lo divino (o de lo trascendental), mas éste no es otro que el arte, no hay un Dios como tal, hay una mística, un proceso, una reconciliación. En su nostalgia, se adentra en la reconstrucción de América como figura mítica que es, de ahí que su obra se sienta clásica en lo simbólico y heredera de una tradición tan fordiana como dreyeriana y bressoniana; aunque, quizás, debamos situar el origen de su cosmovisión en la literatura de principios del s.XX, de Eliot a Proust, y así entender la problemática que afronta su estilo, cómo con el cambio de siglo (al XXI) ciertas tendencias artísticas han vuelto a pasar del Logos al Mito, no hay más que ver las rupturas neobarrocas que apunta Ángel Quintana, ya no tanto como una negación del cine sustractivo, sino como una supresión del logocentrismo de la modernidad. Así, en Juventude em Marcha, no sólo estamos hablando de la mejor película de la década pasada, hablamos de la que mejor explica esta situación.

En esta línea, Albert Serra, en una evolución lógica, ha pasado de un minimalismo barroco (con todas las contradicciones que ello conlleva y que le unen a Costa) a un (neo)barroquismo en todo su esplendor. Pero no es este quiebro lo que más nos atañe, pues Serra ya formaba parte, como Gray, de esta postura cinematográfica que han radicalizado con los años. Si bien se puede hablar de una desmitificación de los personajes de los que se sirve el director catalán, lo único que encontramos es una supresión de la épica que los acompañaba y no de su poder simbólico que es parte del imaginario colectivo. En cierta manera, arremete como Joyce contra el Mito, para no erradicarlo, sino habitar en él. Ya no hay una relación causa-efecto que marque la unión de palabras o de planos, pese a que sí que existe un procedimiento de búsqueda de una verdad que plantear, no que resolver. Es por ello que en Història de la meva mort el fotograma se acaba oscureciendo, se pasa del esplendor de la Ilustración, del triunfo del racionalismo, a su caída en desgracia, la vuelta a lo primitivo, el triunfo del caos, del Mito, en definitiva.

Desde una perspectiva alternativa, podemos fijar en Jimmy P. el proceso de construcción del Yo y la manera de filmar aquello que configura al ser, lo que es, atravesando el rostro de Benicio del Toro, buscando en su mirada la puerta al alma humana o, en su defecto, su vida mental, que pasa del individuo a lo colectivo y viceversa. De nuevo se trata de filmar lo oculto. O, en Mad Men, donde desde la enigmática figura de Don Draper se pone ante el abismo a una generación y a una sociedad que se construye sobre ilusiones y recuerdos. O Boardwalk Empire, que tras una devastadora elipsis de 7 años entre temporadas no se interesa por reconstruir ese vacío, sino aquel que precede al punto de partida de la serie; desmembrando los instantes en dos espacios temporales, que se reflejan para diseccionar una era más mítica que histórica y más histórica que épica. El personaje ya no condiciona su entorno, está determinado por él; enfrentándose tanto a una superestructura y una decadencia de ésta como a un instancia superior, a un pasado o a unas ilusiones que acaban convirtiéndose en imaginario colectivo.

Así sucede en Jauja, donde padre e hija se hallan perdidos en un lugar que les es extraño, espectadores de una matanza que promete traer (imponer) la civilización a una tierra habitada por indígenas, que se sintetiza en un enfrentamiento entre lo irracional de lo racional y la naturaleza mítica, irreconciliables. Un duelo del que nos hablan los personajes, pues durante la primera parte de la película vemos sólo a un pequeño grupo de individuos ataviados con trajes militares o vestidos que contrastan con un paraje libre de la mano del hombre, hay miradas, un vínculo paterno-filial que se resquebraja, una relación amorosa que surge y se oculta, un baile que se avecina; todo ello mientras el conflicto acecha desde el horizonte. Una huida y una búsqueda harán que estalle la venganza de la naturaleza contra el hombre, figuras desaparecen, recuerdos e ilusiones regresan, el tiempo y el espacio se desvanecen, el Mito se impone, la lógica desparece en favor de un misterio: un sacrificio ritual o un accidente motorizado. No hay una verdad, no hay una mentira, hay un futuro pasado, hay un pasado futuro, una vida pasada, una vida futura. Realidad y sueño se funden en uno. De pronto, la contemplación del espacio se ha convertido en reflexión, la imagen se retuerce en su marco y los objetos se resitúan en el encuadre. Es cierto que es fordiana y dreyeriana (como The Immigrant), pero es mucho más interesante cómo en ella convergen los Lumière y Méliès, cómo un caballo galopando es, a la vez, un tren que llega y una nave que se estrella en la luna.
De esa manera, el cine retrocede sobre sus pasos para avanzar, recupera formas e ideas, siendo el sueño y los recuerdos capitales para entender el panorama actual, las ilusiones y el pasado, en definitiva. Una imagen puede tener dos significados, así como una palabra: adieu puede representar hola y adiós. Un testamento es, a la vez, una carta de bienvenida; el final de una búsqueda es el inicio de la misma, un universo en un café es el origen del mundo y de la palabra y de la imagen, si es que hay alguna diferencia.
Aunque no podamos dudar de la belleza de Pierrot le Fou (y unas cuantas más), el cine de Godard empezó más tarde, pese a que ya había empezado, se trataba de filmar imágenes necesarias y justas, Bresson y Rossellini, no bellas, puesto que no hay imagen más bella que la precisa, aquella que replantea cómo pensar el cine y el mundo, si es que hay alguna diferencia, es decir, aquella que piensa, Godard. Y me encanta Le Mépris y Vivre sa Vie, pero adoro 2 ou 3 choses que je sais d'elle y Passion y Éloge de l'amour y Adieu au Langage


Top 10
1. Adieu au langage (Jean-Luc Godard)
2. Jauja (Lisandro Alonso)
3. El sueño de Ellis (James Gray)
4. Boyhood (Richard Linklater)
5. La gran estafa americana (David O. Russell)
6. Historia de mi muerte (Albert Serra)
7. Magia a la luz de la luna (Woody Allen)
8. Jimmy P. (Arnaud Desplechin)
9. Jersey Boys (Clint Eastwood)
10. Un toque de violencia (Jia Zhang-ke)

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