lunes, 19 de enero de 2015

El mejor cine de 2014 (y II): Sueños arrasados, huellas de melancolía.


José Barrera

Parafraseando a Mathieu Almaric, cuyo personaje en Rois et reine define el alma como “une manière de négocier au quotidien avec la question de l’être” en una de las escenas más brillantes de la más brillante de las películas; podríamos decir que el alma del cineasta es ese negociar constante con la cuestión del mirar. Y es que no hay mayor abismo en todo el mundo del arte que el que se produce entre uno y otro plano, en los intersticios de la creación cinematográfica. Esa grieta es hoy más grande que nunca. No podía saber Georg Simmel, sociólogo capital de principios del siglo XX, que su explicación de la sociedad moderna a través de la moda iba a revelarse como la definición más precisa de la posmodernidad. Desde la defunción de la modernidad, la atracción formal por el límite, por lo efímero, ha atravesado el cine. La imagen (caduca, líquida, simulada) se encuentra en crisis crónica desde entonces, ha sido vaciada de significado. Puede que en Mayo del 68 no murieran las ideologías políticas, pero sí las cinematográficas. En la actualidad, el rol del cineasta apenas se distingue del desempeñado por Rust (McConaughey) y Marty (Harrelson) en el séptimo capítulo de True Detective, donde tras una elipsis de 14 años, en un territorio-fantasma tras el paso del huracán Katrina, los dos policías se encierran en un mugriento garaje para hacer lo único que saben: dar leves y débiles sentidos a una realidad múltiple y arrasada. Volver una y otra vez sobre vídeos, sonidos, fotos, relatos, para establecer relaciones y significados que suspendan el caos de su existencia. Esa misma trayectoria circular de eterno retorno engendra las nuevas obras de directores como Lisandro Alonso, Nicholas Stoller, Jean-Luc Godard, Clint Eastwood, etc., que se enfrentan a la crisis de sentido, a esta suerte de Katrina cinematográfico, de forma absolutamente dispar.


En un primer bloque, encontramos aquellas películas que no tienen miedo de acelerar y lanzarse al precipicio, con una actitud más suicida que aventurera. Ante la desaparición de una cierta forma de hacer cine, se trata de mostrar ese vacío y la imposibilidad de volver a construir algo nuevo. En Les salauds, Claire Denis lleva a cabo un bellísimo oscurecimiento de su propuesta estética. La disolución del relato académico, sublimado en la exaltación de lo físico, se mantiene. Sin embargo, la ausencia de orden no revelará en este caso la belleza del cuerpo como unidad de la puesta en escena, sino su desmembramiento. La sensualidad de seres que se abrazan, que se tocan, que se funden, dará paso a una ruptura: el cuerpo, ahora sólo e indefenso en la oscuridad, choca con la maldad espiritual inherente del ser humano. Podemos hablar del Diable Probablement particular de la directora francesa, y es que al igual que en la película de Bresson, la depuración estilística no lleva más que a dar cuenta de una ausencia, la de Dios (simbolizado en la mística de la unión entre plano y plano en uno; y en la belleza sensorial en la otra).  Otra película francesa, El desconocido del lago, gira sobre esta materialidad trascendental. Guiraudie filma el sexo y el desnudo eliminando cualquier filtro, para dejar sólo espacio a las perplejas y voyeurísticas miradas (del protagonista y del espectador) ante su (des)conocida y oculta esencia instintiva, presentada con una violencia más cercana a Edouard Manet o Pablo Picasso que a cualquier cineasta de la actualidad. Los penes de los actores devienen aquí destructores morales de todas las zonas de comodidad del cine académico. Para Guiraudie, ya no basta con que Belmondo mire a la cámara, debe eyacular en ella. El cinematógrafo como revelador del ser humano en la naturaleza, con el desnudo como arquetipo, y a la vez aniquilador del artificio. También en Los Mercenarios 3 lo físico emerge como eje conductor de la puesta en abismo. Las constantes referencias paródicas y el encadenamiento de escenas sin ninguna lógica dramática sólo pueden evidenciar la verdadera esencia metacinematográfica de esta saga: su condición de documental sobre la imposibilidad de hacer la última película de acción. A través de una proyección brechtiana sobre la memoria cinéfaga individual de cada espectador, la película encuentra su ser en el envejecimiento real de los actores a partir de la puesta en pantalla de sus erosionados rostros. Si antes hablábamos del fin del sueño de la modernidad, el film de Patrick Hughes habita en las ruinas de otra utopía, la del neoliberalismo de esteroides.

Otras películas, dentro de este cine en el desierto, no detendrán su mirada en el vacío de la representación, sino en el de las estructuras. Llewyn Davis, Un toque de violencia y Her funcionan como una rara trilogía temporal (dividida en tres etapas: pasado, presente y futuro) donde los protagonistas, como en el cine de Antonioni, se encuentran clausurados por su entorno. Ante la ruptura del vínculo entre los individuos y los contrastes entre pequeñas y grandes instituciones sociales, los antihéroes de Coen, Jia y Jonze vagabundean por un espacio desprovisto de significados y significantes humanos (la China capitalista de Un toque de violencia, la ciudad informatizada en Her), como elementos excluidos o meras víctimas del sistema. El western, en efecto, no ha muerto aún, y tanto Jia como los Coen llevan ya años dando sentido a sus historias desde las fórmulas más clásicas del género. Her, en cambio, va más allá, y nos advierte de la fagocitación de la figura del cowboy en sociedad hiperreal del futuro.

Seguir produciendo (o simulando) grandes discursos parece la línea que han tomado, en cambio, cineastas como James Gray o Clint Eastwood. Y lo hacen echando la mirada hacia atrás, en una vuelta a sensibilidades pasadas, no porque nieguen la existencia de un vacío de sentido, sino sencillamente porque sólo desde esta posición se sienten cómodos. Crear imágenes en un terreno conocido para ser capaces de resistir, y como dice Carlos Losilla, lograr “la supervivencia de registros, tonos y voces en el fondo de los simulacros”. Jersey Boys y El sueño de Ellis están, en efecto, bendecidas por la tradición del cine americano, en esa tentación constante del gran relato, de escribir una página más en la gran narración americana, que mueve las obras de John Ford y Michael Cimino. Sin embargo, ya no se trata de resucitar de nuevo la leyenda de América de sus cenizas, sino de poner su rostro ante el espejo, de habitar y mostrar esa contradicción entre la inevitabilidad mitológica y la cruda materialidad de la Historia.

Esta inclinación por reescribir en presente formas del pasado atraviesa también desde hace algunos años la llamada NCA (Nueva Comedia Americana). Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia! es el ejemplo paradigmático de esta deriva: la copia exacta de la primera entrega tanto en la estructura como en los gags evidenciaba la variante metatextual que ha tomado el género, donde actores, objetos, temas recurrentes, etc., de todas las comedias configuran un espacio simbólico del que se sirven todas las otras comedias. Como un raro sueño posmoderno en el que los personajes de su yo actor como alguien diferente y lo bien o mal que estaba en tal película (Juerga hasta el fin mostraba, dentro el fracaso de su propuesta, esto mismo). Es la ficción que se constituye como realidad y por lo tanto es reutilizada para futuras ficciones que a su vez serán igualmente objetivadas… un juego endógamo en el que cada película es una leve variación barroca de la anterior (Cómo acabar con tu jefe 2, 22 Jump Street), o su propio making-off (Sex Tape y Malditos vecinos). La constante reiteración de temas como la crisis matrimonial o el paso a la edad adulta, así como de gags sexuales, no son pues un síntoma de falta de creatividad, sino el reflejo de la nueva condición circular de la NCA en forma de reescritura de si misma.

En busca del cine perdido


El horror es, en sí, una forma de vacío. Vacío de humanidad, de moral, de vida... Y su representación en el arte debe estar siempre sujeta a debate, en especial en los actuales tiempos de la hiper-visualización (e hiper-reflexividad, eje central de Gran Hermano). Una secuencia de planos no pueden nunca abarcar la magnitud del horror, y en el momento en el que el cineasta se acerca a él, entra en riesgo de que cualquier fondo musical, zoom o yuxtaposición de planos caiga involuntariamente en la abyección. Miles, millones de muertos habitan entre fotograma y fotograma. La realidad, al igual que las palabras, entra en colisión con las imágenes, y éstas son capaces de travestir la barbarie, de cosificarla, como nos enseñó Susan Sontag. La respuesta de Claude Lanzmann y Rithy Panh a este dilema es justa y adulta.

El director de Shoah continúa vertebrando su obra magna desde ese 'vaciado formal' que muchos han confundido con un frío distanciamiento. Al contrario, la cercanía de Lanzmann al Holocausto convierte ese respeto a la memoria de las víctimas y a la inteligencia de los espectadores en la forma más conmovedora y bella posible de poner en escena. Ningún relato es impuesto, se conforma con mostrar la huella de lo sucedido, que vibra en cada plano y en cada palabra como una ausencia presente. El horror nazi tratado en su misma dimensión, la de lo fantasmal. Parecido al efecto conseguido por el camboyano Rithy Panh. La representación del terror de los Jemeres Rojos con muñequitos de arcilla permite al cineasta acercarse, si es que es posible, a la verdadera realidad, sin los límites que provoca la extrema carnalidad de la barbarie en las imágenes. Esa 'imagen perdida' no es más que una metáfora de esa realidad escondida que una cámara nunca podrá desocultar. Porque L'image manquante y El último de los injustos, y no descubrimos nada al decirlo, son películas que se niegan a sí mismas, o al menos a su capacidad para hacer visible lo invisible.

Esta situación de deriva sin rumbo y vagabundeo en el cine contemporáneo es la razón por la que Boyhood y Jauja pueden ser consideradas los dos grandes milagros del 2014. La energía que desprenden ambas obras es muy cercana a la extasiada inquietud de Méliès y los Lumière cuando dotaron a las ideas de tiempo y movimiento. Es un retorno a los orígenes, como si ninguna película existiera y hubiera que filmarlo todo como la primera vez. En Jauja, el personaje de Viggo Mortensen (el general Gunnar Dinesen, conquistador danés en Tierra de Fuego) se adentra en un territorio virgen y desconocido con la certeza de que su racionalidad le conducirá a un lugar paradisíaco. Sin embargo el poder de la tierra, de la vida, le somete al constante desvío, a las alucinaciones, al descubrimiento de una trascendencia en el subsuelo de la razón y de lo humano. Este camino parece metaforizar perfectamente el viaje emprendido por Lisandro Alonso en esta vuelta a un estadio primitivo del cine. Tanto el anacronismo del formato como las resonancias de The Searchers y Ordet son un todo integrado, no nos movemos como anteriormente en el terreno de la reescritura. Si el cine de Alonso se acerca a Dreyer, Ford, Borges o Cézanne no es porque el argentino tenga en mente a estos autores en la elaboración, ya que saldría algo totalmente diferente, sino por el hecho de que empezando de nuevo ha llegado a los mismos puntos de encuentro, y lo ha hecho despojando al relato de todas sus vestiduras, filmando a un hombre sólo en la naturaleza, es decir, la completa y absoluta existencia. Allí donde Gus Van Sant encontró en Gerry la nada inmanente del cinematógrafo, Jauja llega al todo trascendente.

Linklater parte del mismo deseo de construir todo de nuevo, pero termina obteniendo un resultado bien distinto. Mucho se ha escrito sobre su obra magna (me remito al formidable artículo en Transit de Manu Yañez), pero pocos se han referido al error de utilizar categorías totalizadoras para referirnos a Boyhood cuando la película nace precisamente del cuestionamiento de la narración y del tiempo como unidad vertebradora de la misma. No existen grandes momentos biográficos, escenas traumáticas o construcciones maniqueas en la vida de Mason, sólo el fluir de sentimientos, instantes, palabras, recuerdos entrecruzados... Y la cámara como registro de la vida, ni más ni menos, Como si Roberto Rossellini pusiera en imágenes las palabras Marcel Proust. El vacío el que hablábamos al comienzo del artículo no es más que una ilusión, una crisis existencial del fotograma que no viene más que a demostrar la bella complejidad inherente del ser humano que la crea. Linklater vuelve a inventar el cine para decírnoslo. Y también Godard, claro.


Top 10
1. Boyhood (Richard Linklater)
2. Jauja (Lisandro Alonso)
3. Adieu au langage (Jean-Luc Godard)
4. El sueño de Ellis (James Gray)
5. Les salauds (Claire Denis)
6. Jersey Boys (Clint Eastwood)
7. Perdida (David Fincher)
8. El desconocido del lago (Alain Guiraudie)
9. Gran Hermano 15 [TV] (Mercedes Milá)
10. Un toque de violencia (Jia Zhang-ke)

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